El
rey Ludving IX le indicó con un dedo a lord Galénum, su más fiel consejero, que
inclinara la cabeza para poderle susurrar directamente al oído.
―Ehem… ¿Y dices que son los mejores? ―le
preguntó el monarca con un hilo de voz. Aunque aquellos tres tipos, que eran
súbditos suyos, eran de la más baja catadura, sus presencias hostiles y
desvergonzadas infundían un miedo primigenio a cualquier alma. “Su mirada
arrogante roza la insolencia”, pensó el rey al fijar sus pupilas en las del
tipo de la barba.
―Sí, alteza. Estos tres son los mejores
cazadores de kändargs de todo el reino ―confirmó el consejero, también con un
murmullo―. Lo sé, no parecen muy… competentes. Pero Bill, mi
contacto en bajobrumas, dice que son un equipo infalible. Que gracias a ellos
la ciudad de Mugresanta se considera una de las más seguras para los plebeyos.
Que los que viven allí no temen a esos monstruos cambiaformas, majestad.
La duda inundó el rostro del rey. Este apartó
con desdén al cortesano y giró la cabeza para observar a su mujer, la reina
Arthemia, que se sentaba en el trono anejo al suyo. Los ojos de la dama, azules
como el cielo que sólo podían ver los nobles, estaban clavados en aquél trío de
cazadores de monstruos. Su expresión rezumaba temor, y sus dedos se agarraban
con fuerza a los reposabrazos de oro. “Tampoco le gustan un pelo”, dedujo
Ludving a partir de la reacción de su amada.
―¡Ei, tu! ¡El de
la corona! ―gritó el jefe de la banda, Greg
el Malnacido, para llamar la atención del rey. Su melena y sus ropas eran negras como el carbón, y su mandíbula
prominente lucía una barba descuidada, de esas que solo están ahí por pereza.
Carraspeó para liberar un moco de su garganta y luego añadió, señalando al rey
con el dedo: ―¿Eres el que nos quiere contratar, no? A ver, vamos a por faena.
Billy Seisdedos me ha largao que un kändarg ha traspasao la capa de niebla y ha
subido hasta tu palacio. ¿Es eso cierto, mindundi? Porque si lo es tenéis un
puto problema, y de los gordos.
―Sí
que está aquí, capitán ―saltó el hombre bajito, calvo y con la nariz hinchada
que no paraba de oler el ambiente del castillo―. Lo percibo, pero su olor se
camufla entre otros.
―Dime
quien es, Sabueso ―le pidió al rastreador la mujer pelirroja. Llevaba mas piel
al descubierto que tapada con ropa, y jugaba a lanzar al aire y luego recoger
un cuchillo oxidado―. Dime quien es, que le clavaré mi juguete entre ceja y
ceja. ¡He!
―Tranquila,
Delyria ―la cortó su capitán―. Deja que primero nos lo cuenten, coño.
El
rey resopló, y tras evitar escandalizarse ante aquella falta de modales
respondió la pregunta.
―Así
es, un kändarg se ha colado en mi castillo. Nunca antes se había visto uno en
sobrebrumas, por encima de la capa de niebla. Se supone que en bajobrumas
tienen suficientes víctimas, y que la bruma que lo cubre todo les sirve para
ocultarse. Pero esta mañana uno de esos bichos ha matado a un centinela. Y me
temo que ahora se esconde entre estas paredes.
―¡Joder,
menudo gozo esto de oler sin niebla que moleste! ―cortó al rey Sabueso―. Creo
que ya puedo identificarlo mejor…
―Como
decía ―siguió el monarca sin hacerle ni caso―, hemos registrado todo el palacio
y no hemos encontrado al monstruo, y creemos que ha utilizado sus habilidades
para camuflarse.
Sabueso
inspiró una última vez, y luego le indicó con la mirada a su capitán quien de
los presentes no era quien decía ser. Greg sonrió, y le dijo a su compañera de
armas:
―Delyria,
haz los honores.
El
cuchillo oxidado voló y ¡chas!, se
clavó en la frente del kändarg. Sus ojos azules, que no eran suyos, se tiñeron
de negro. De la herida empezó a brotar una sangre azulada que manchó el traje
de la reina. Los dedos del engendro se relajaron.
―¿Y
cuanto dices que nos vas a pagar? ―le soltó Greg el Malnacido al rey. Pero este
no le respondió, pues aún estaba digiriendo que el cadáver que veía no era el
de su mujer.
