El chico descolgó el recipiente de su
cintura. Antes de regar aquella enorme pared de piedra que se erguía hacia el
cielo con la sangre del monarca, Mordreth cerró un momento los ojos. Oró a su
dios en silencio. «Perdóname por lo que estoy a punto de hacer, Gran Dhómir».
—Conozco los Preceptos. No hay que
derramar la sangre de inocentes, lo sé. Pero tengo que hacerlo. Es la única
forma de salvar su vida —dijo el chico mientras retiraba el tapón del odre—. De
salvar el reino, Señor.
Mordreth bajó la cabeza y miró la boca
abierta del recipiente de cuero.
—Lo han examinado todos los Sanadores del
país, y nadie encuentra una cura para lo que sea que está matando al rey. Así
que… Señor, aunque sea yendo en contra del Credo, tengo que averiguar si existe
un poder capaz de sanar su enfermedad. Así que, de nuevo, te pido que me
perdones.
El joven fraile alzó el recipiente y,
frunciendo el ceño, movió el brazo en diagonal para salpicar la pared de piedra
con el líquido de la vida.
«La puerta de Gändorlin solo se abrirá
con nuestra sangre», decía el manuscrito que Sir Walfred había encontrado en la
biblioteca del castillo. Sólo se lo había enseñado a Mordreth. Sabía que si los
otros nobles se enteraban de que había una posibilidad de que el rey se
salvara, por muy remota y utópica que fuera, intentarían hacer lo que fuera
para que no se pusiera en práctica. Para ellos el rey era un hombre sabio y
poderoso, sí. Pero también avaro, cruel e injusto. Mordreth no lo conocía
personalmente, pero había oído historias sobre él que justificaban su
reputación.
Mordreth confiaba en Sir Walfred, y si el
consejero creía que Gändorlin y su secreto existían de verdad el chico estaba
dispuesto a dejar su fe de lado para encontrar la ciudad de los náldor. Para
hacerse con lo único que podría curar al rey.
Algunos hilos de sangre resbalaron por la
pared. Antes de que el más veloz de ellos tocara el suelo, la roca empezó a
brillar con una luz dorada. En la piedra surgieron líneas amarillas y se
empezaron a alargar y retorcer para acabar encontrándose entre ellas y formar
el dibujo de una majestuosa puerta. Mordreth abrió los ojos como platos. Casi
se le escapó una blasfemia mientras una grieta dividía el pórtico en dos. El
acceso invitó a que el fraile se internara en la montaña.
—Uau… Por Dhómir, entonces todo es verdad
—soltó el chico.
Se pasó una mano por la frente para
apartar los cuatro pelos rubios que le caían por encima de los ojos. Luego tragó
saliva, y se encaminó hacia el interior de la gruta.
Era la primera vez que Mordreth veía la
magia de los náldor, el primer pueblo que habitó el mundo. «Su linaje se
extinguió con el paso del tiempo, pero su sangre aún corre por las venas de la
familia real», le había contado Sir Walfred justo antes de entregarle el odre
de cuero. Y luego le explicó que no podía abandonar a su señor, y que debía ser
él quien buscara la ciudad de las leyendas para encontrar el Elixir Sanador.
Aunque también le dejó claro que para
enfrentarse al guardián del brebaje milagroso iba a necesitar algo de ayuda.
Las antorchas que colgaban de las paredes
del túnel proyectaban la sombra del muchacho en la roca cada vez que éste
pasaba por delante de una de ellas. Mordreth le echó un vistazo a las piedras
que acababa de sacarse del bolsillo. «Con ellas y mi espada en tu poder, joven Mordreth,
serás capaz de vencer a la bestia sin problemas», le juró su protector. Sir
Walfred había sido caballero antes que consejero real, y en la corte se decía
que tenía buen ojo para los valientes.
«La magia de los náldor… es real», se
repitió el muchacho. El brillo esmeraldino de las tres piedras causaba en
Mordreth un doble efecto: le daba confianza en sí mismo por un lado, y por el
otro le infundía una sensación de poder, de superioridad ante lo que fuera que
encontrara allí dentro. Aquellas piedras eran especiales. Mordreth lo supo nada
más verlas. Incluso antes de que Sir Walfred le explicase que estaban
infundidas con la energía mágica de los náldor.
La esperanza fluía por todo su cuerpo
cuando, al dejar atrás el pasillo de roca, el chico se adentró en una sala de
techo alto. En las paredes había imágenes cinceladas de escudos heráldicos, y
estos formaban una hilera a la altura de los ojos que se cortaba al llegar al
fondo de la sala, donde un pórtico abierto daba acceso a una estancia mayor.
Mordreth guardó las piedras en el bolsillo y se acercó a las extrañas runas que
estaban grabadas encima de la entrada. No sabía leerlas, pero no le hacía
falta. Contó nueve símbolos y se imaginó lo que decían. «Gändorlin».
El joven fraile cruzó aquél umbral.
Y quedó boquiabierto ante la
majestuosidad de la primera ciudad del mundo.
Contempló en silencio les edificios
cortados en la roca, las calles concéntricas que hacía siglos que nadie pisaba
y los bellos techos de obsidiana. Alzó la vista a la enorme bóveda rocosa que
lo envolvía todo, buscando la procedencia de aquella luz vaporosa y amarillenta
que le permitía ver aquella maravilla. Incrustada en el techo azarosamente, una
miríada de piedras preciosas emitía un fulgor áureo que hacía que, si eso era
posible, la ciudad de Gändorlin pareciera aún más espectacular.
—Ja! Si frai Turk viera siquiera una
centésima parte de este lugar, le caerían los ojos a los pies —se dijo Mordreth
mientras caminaba hacia el centro de la gruta.
El muchacho le debía al religioso muchas
cosas. Su educación, pues lo había criado como un novicio mas sin siquiera
recibir ni una moneda a cambio. Su perseverancia, pues le inculcó que si uno se
cae debe levantarse. Su fe, pues fue la persona que le enseñó la Senda de
Dhómir. Y algún que otro moratón en las nalgas también, pues Mordreth mostró ya
de pequeño aquella osadía que había llamado la atención de Sir Walfred.
«Supongo que la heredaste de tu madre»,
le había dicho el monje más de una vez. «Ella se atrevió a dejar la corte
cuando naciste, y tras abandonar a su querido hijo se fue bien lejos. Tenía
miedo de que alguien la encontrara, supongo. Aún a veces, cuando recuerdo sus
lágrimas, admiro el poder que Dhómir nos concedió a sus pequeñas creaciones».
El sonido de sus pasos rompía un silencio
que se le antojaba artificial. De los tejados colgaban telarañas deshabitadas y
el aire olía a rancio, como si el paso del tiempo hubiera desgastado incluso la
misma esencia de aquél misterioso lugar.
De golpe, un gruñido rompió la calma.
Mordreth se quedó helado. El pánico pugnó
por el control de su cuerpo, pero el chico se sobrepuso a él y desenfundó la
espada del caballero. Se sentía mucho más capaz sosteniendo el arma del hombre
que había visto coraje en él.
—Protégeme del Mal, Gran Dhómir —pidió el
fraile.
Y como respuesta obtuvo otro grave
gruñido.
Mordreth suspiró. Se forzó a pensar
positivamente. «Sir Walfred cree en mi. No me hubiera encomendado esta misión
si no fuera capaz de lograrlo. Tengo su acero, y tengo las tres piedras
mágicas. La bestia retrocederá ante su magia, y no me hará ningún daño. Solo
tengo que llegar al centro y coger el Elixir».
—Venga Mordreth, sigue adelante —se dijo.
Tras un paso hizo otro, y así siguió
avanzando hasta el corazón de Gändorlin.
Rompió la telaraña con el filo y vio lo
que ésta le había estado escondiendo. Levantado en medio de la espaciosa plaza,
un palacio de construcción simétrica, lleno de relieves artísticos y runas
naldorianas, se fusionaba con la bóveda pétrea y con el suelo. No era ni la
mitad de grande que el castillo del rey, pero tenía algo que lo hacía mucho más
regio.
Mordreth se acercó a la entrada del
edificio de planta circular. El muchacho estaba en tensión, sus dedos tiesos
como ramas alrededor de la empuñadura de la espada. No se había dado cuenta
porque estaba pendiente de vigilar todos los oscuros rincones de aquél
laberinto subterráneo, pero su corazón iba acelerado.
El chico pisó el interior del palacio, y
justo en ese momento la bestia volvió a manifestar su enojo. Esta vez, a
Mordreth le pareció que el ruido le llegó desde muy cerca. Demasiado cerca.
Se llevó enseguida la mano al bolsillo.
La levantó abierta, mostrando las piedras. Le temblaba todo el cuerpo.
—¡Eh! ¡Maldito bicho! —gritó bien fuerte.
Para que el monstruo le oyera, pero también para ahuyentar el miedo—. ¡Tengo
las piedras! ¡Déjame pasar!
Mordreth había esperado que la magia
hiciera que los guijarros brillaran en medio de aquella oscuridad, pero no era
así. Supuso que, hasta que no dijera la palabra mágica que le había enseñado
Sir Walfred, el poder de las piedras no estaba activo.
—¡No puedes hacerme daño! —le dejó bien
claro al poblador de aquella caverna—. ¡Tengo las piedras!
El muchacho se adentró en las sombras del
edificio, atento a todos los rincones.
Y entonces se dio cuenta de un detalle
que no había advertido hasta ese momento. Aquella había sido la ciudad de los
náldor, los seres que, según las leyendas, dominaban la magia a su voluntad.
También según ellas, su final fue catalizado por el Göthgrork, un engendro que
surgió de las profundidades del mundo y acabó con la vida en Gändorlin. Había
visto que las leyendas eran algo más que sólo historias antiguas, pero… Si sus
poderes no habían sido suficientes para acabar con el Göthgrork, qué le garantizaba
a Mordreth que…
Algo se movió a su derecha.
El fraile se volteó nervioso. Adoptó una
postura que le pareció defensiva, con el arma delante del pecho. Sus pupilas no
sabían hacia dónde mirar. Las tinieblas bañaban toda la sala, y Mordreth fue
incapaz de distinguir qué había causado el ruido.
Miró hacia el fondo de la estancia, donde
una piedra incrustada en el techo iluminaba un objeto esférico que reposaba
encima de un pedestal blanco. Encaminó sus pasos hacia él andando de lado,
custodiando la negrura. Sujetaba las piedras bien altas, con fuerza.
Hasta que no estuvo cerca del objeto,
Mordreth no se dio cuenta de que se trataba de una marmita. Estaba hecha de la
plata más pura que el chico había visto nunca.
«El Elixir», sonrió el muchacho. Y se acercó
aún más al caldero.
Se imaginó a su rey sentado de nuevo en
el solio, mirándole con sus ojos azules y dándole las gracias por su gesta. Con
la corona otra vez encima de su dorada cabellera, y la capa escarlata de sus
ancestros sobre los hombros.
Mordreth alargó el cuello para contemplar
el interior de la marmita.
Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que
el recipiente estaba vacío.
Pero, aunque no lo que esperaba, si que
encontró algo en el fondo de aquella olla de plata. Allí le devolvió la mirada
el rostro de un joven de nariz aguileña y mentón prominente. Observó su pelo
rubio, y sus profundos ojos del color del cielo. Reflejada en la brillante
superficie encontró una verdad. Una certeza que Sir Walfred ya sabía.
La respiración agitada del monstruo sonó
a sus espaldas, y Mordreth se giró. El Göthgrork salió de entre las sombras y,
con su roja mirada clavada en el intruso, se acercó lentamente a él. El
engendro parecía el fruto de la unión de una loba y un lagarto. Al contrario
que su supuesto padre, era tan grande como un percherón de pura sangre.
Chasqueó la cola contra la roca, y la pared se quebró.
Mordreth se dispuso a acercar las piedras
a la cara de la bestia, pero entonces la lógica le golpeó con fuerza y rompió
sus creencias en mil pedazos. A raíz de su verdad, se dio cuenta de que todo lo
que le había dado esperanzas era mentira. El pánico aprovechó la ocasión para
tomar el mando.
Las babas del Göthgrork llegaron al
suelo. Hacía mucho tiempo que la quimera no comía algo fresco.
Los dedos del muchacho soltaron la espada
del consejero, y ésta tintineó al chocar contra el empedrado. Las piedras
siguieron al arma, y se desperdigaron por la sala.
El monstruo rugió, dispuesto a atacar.
Mordreth lamentó no haberse dado cuenta, ya antes de entrar en la cueva, de que
habían jugado con sus esperanzas.
El grito del muchacho resonó por toda la
gruta.