viernes, 24 de mayo de 2019

Luna Roja, de Kim Stanley Robinson


    El pasado dia 21 de mayo de 2019 la editorial Minotauro publicó en español el regreso de Kim Stanley Robinson, el autor estadounidense que triunfó con su trilogia de Marte (Marte Rojo, Marte Verde y Marte Azul), a la inmensidad del espacio. 
   La novela Luna Roja nos situa en un futuro no muy lejano, en el que el satélite terrestre ya se ha empezado a colonizar. Los personajes en los que se centra la historia viajan a la Luna por motivos diversos: Fred es un astronauta al que han encargado instalar un sistema de comunicaciones, Ta Shu es periodista que visita la zona por primera vez y Chan Qi es la hija de un político chino que solo està allí por motivos personales. Todos ellos se sumergirán hasta el fondo en conflictos (el satélite gris es mas oscuro de lo que parece desde la Tierra) y acabaran metidos en una trama política llena de secretos. 
   Y su resolución afectara también al planeta que es nuestro hogar.


  LUNA ROJA, de Kim Stanely Robinson
  Editorial: Minotauro
  Paginas: 440 páginas
  Tapa blanda
  Precio: 21,95 €





miércoles, 1 de mayo de 2019

RELATO #1: LA VERDAD

El chico descolgó el recipiente de su cintura. Antes de regar aquella enorme pared de piedra que se erguía hacia el cielo con la sangre del monarca, Mordreth cerró un momento los ojos. Oró a su dios en silencio. «Perdóname por lo que estoy a punto de hacer, Gran Dhómir».
—Conozco los Preceptos. No hay que derramar la sangre de inocentes, lo sé. Pero tengo que hacerlo. Es la única forma de salvar su vida —dijo el chico mientras retiraba el tapón del odre—. De salvar el reino, Señor.
Mordreth bajó la cabeza y miró la boca abierta del recipiente de cuero.
—Lo han examinado todos los Sanadores del país, y nadie encuentra una cura para lo que sea que está matando al rey. Así que… Señor, aunque sea yendo en contra del Credo, tengo que averiguar si existe un poder capaz de sanar su enfermedad. Así que, de nuevo, te pido que me perdones.
El joven fraile alzó el recipiente y, frunciendo el ceño, movió el brazo en diagonal para salpicar la pared de piedra con el líquido de la vida.
«La puerta de Gändorlin solo se abrirá con nuestra sangre», decía el manuscrito que Sir Walfred había encontrado en la biblioteca del castillo. Sólo se lo había enseñado a Mordreth. Sabía que si los otros nobles se enteraban de que había una posibilidad de que el rey se salvara, por muy remota y utópica que fuera, intentarían hacer lo que fuera para que no se pusiera en práctica. Para ellos el rey era un hombre sabio y poderoso, sí. Pero también avaro, cruel e injusto. Mordreth no lo conocía personalmente, pero había oído historias sobre él que justificaban su reputación.
Mordreth confiaba en Sir Walfred, y si el consejero creía que Gändorlin y su secreto existían de verdad el chico estaba dispuesto a dejar su fe de lado para encontrar la ciudad de los náldor. Para hacerse con lo único que podría curar al rey.
Algunos hilos de sangre resbalaron por la pared. Antes de que el más veloz de ellos tocara el suelo, la roca empezó a brillar con una luz dorada. En la piedra surgieron líneas amarillas y se empezaron a alargar y retorcer para acabar encontrándose entre ellas y formar el dibujo de una majestuosa puerta. Mordreth abrió los ojos como platos. Casi se le escapó una blasfemia mientras una grieta dividía el pórtico en dos. El acceso invitó a que el fraile se internara en la montaña.
—Uau… Por Dhómir, entonces todo es verdad —soltó el chico.
Se pasó una mano por la frente para apartar los cuatro pelos rubios que le caían por encima de los ojos. Luego tragó saliva, y se encaminó hacia el interior de la gruta.
Era la primera vez que Mordreth veía la magia de los náldor, el primer pueblo que habitó el mundo. «Su linaje se extinguió con el paso del tiempo, pero su sangre aún corre por las venas de la familia real», le había contado Sir Walfred justo antes de entregarle el odre de cuero. Y luego le explicó que no podía abandonar a su señor, y que debía ser él quien buscara la ciudad de las leyendas para encontrar el Elixir Sanador.
Aunque también le dejó claro que para enfrentarse al guardián del brebaje milagroso iba a necesitar algo de ayuda.

Las antorchas que colgaban de las paredes del túnel proyectaban la sombra del muchacho en la roca cada vez que éste pasaba por delante de una de ellas. Mordreth le echó un vistazo a las piedras que acababa de sacarse del bolsillo. «Con ellas y mi espada en tu poder, joven Mordreth, serás capaz de vencer a la bestia sin problemas», le juró su protector. Sir Walfred había sido caballero antes que consejero real, y en la corte se decía que tenía buen ojo para los valientes.
«La magia de los náldor… es real», se repitió el muchacho. El brillo esmeraldino de las tres piedras causaba en Mordreth un doble efecto: le daba confianza en sí mismo por un lado, y por el otro le infundía una sensación de poder, de superioridad ante lo que fuera que encontrara allí dentro. Aquellas piedras eran especiales. Mordreth lo supo nada más verlas. Incluso antes de que Sir Walfred le explicase que estaban infundidas con la energía mágica de los náldor.
La esperanza fluía por todo su cuerpo cuando, al dejar atrás el pasillo de roca, el chico se adentró en una sala de techo alto. En las paredes había imágenes cinceladas de escudos heráldicos, y estos formaban una hilera a la altura de los ojos que se cortaba al llegar al fondo de la sala, donde un pórtico abierto daba acceso a una estancia mayor. Mordreth guardó las piedras en el bolsillo y se acercó a las extrañas runas que estaban grabadas encima de la entrada. No sabía leerlas, pero no le hacía falta. Contó nueve símbolos y se imaginó lo que decían. «Gändorlin».
El joven fraile cruzó aquél umbral.
Y quedó boquiabierto ante la majestuosidad de la primera ciudad del mundo.
Contempló en silencio les edificios cortados en la roca, las calles concéntricas que hacía siglos que nadie pisaba y los bellos techos de obsidiana. Alzó la vista a la enorme bóveda rocosa que lo envolvía todo, buscando la procedencia de aquella luz vaporosa y amarillenta que le permitía ver aquella maravilla. Incrustada en el techo azarosamente, una miríada de piedras preciosas emitía un fulgor áureo que hacía que, si eso era posible, la ciudad de Gändorlin pareciera aún más espectacular.
—Ja! Si frai Turk viera siquiera una centésima parte de este lugar, le caerían los ojos a los pies —se dijo Mordreth mientras caminaba hacia el centro de la gruta.
El muchacho le debía al religioso muchas cosas. Su educación, pues lo había criado como un novicio mas sin siquiera recibir ni una moneda a cambio. Su perseverancia, pues le inculcó que si uno se cae debe levantarse. Su fe, pues fue la persona que le enseñó la Senda de Dhómir. Y algún que otro moratón en las nalgas también, pues Mordreth mostró ya de pequeño aquella osadía que había llamado la atención de Sir Walfred.
«Supongo que la heredaste de tu madre», le había dicho el monje más de una vez. «Ella se atrevió a dejar la corte cuando naciste, y tras abandonar a su querido hijo se fue bien lejos. Tenía miedo de que alguien la encontrara, supongo. Aún a veces, cuando recuerdo sus lágrimas, admiro el poder que Dhómir nos concedió a sus pequeñas creaciones».
El sonido de sus pasos rompía un silencio que se le antojaba artificial. De los tejados colgaban telarañas deshabitadas y el aire olía a rancio, como si el paso del tiempo hubiera desgastado incluso la misma esencia de aquél misterioso lugar.
De golpe, un gruñido rompió la calma.
Mordreth se quedó helado. El pánico pugnó por el control de su cuerpo, pero el chico se sobrepuso a él y desenfundó la espada del caballero. Se sentía mucho más capaz sosteniendo el arma del hombre que había visto coraje en él.
—Protégeme del Mal, Gran Dhómir —pidió el fraile.
Y como respuesta obtuvo otro grave gruñido.
Mordreth suspiró. Se forzó a pensar positivamente. «Sir Walfred cree en mi. No me hubiera encomendado esta misión si no fuera capaz de lograrlo. Tengo su acero, y tengo las tres piedras mágicas. La bestia retrocederá ante su magia, y no me hará ningún daño. Solo tengo que llegar al centro y coger el Elixir».
—Venga Mordreth, sigue adelante —se dijo.
Tras un paso hizo otro, y así siguió avanzando hasta el corazón de Gändorlin.

Rompió la telaraña con el filo y vio lo que ésta le había estado escondiendo. Levantado en medio de la espaciosa plaza, un palacio de construcción simétrica, lleno de relieves artísticos y runas naldorianas, se fusionaba con la bóveda pétrea y con el suelo. No era ni la mitad de grande que el castillo del rey, pero tenía algo que lo hacía mucho más regio.
Mordreth se acercó a la entrada del edificio de planta circular. El muchacho estaba en tensión, sus dedos tiesos como ramas alrededor de la empuñadura de la espada. No se había dado cuenta porque estaba pendiente de vigilar todos los oscuros rincones de aquél laberinto subterráneo, pero su corazón iba acelerado.
El chico pisó el interior del palacio, y justo en ese momento la bestia volvió a manifestar su enojo. Esta vez, a Mordreth le pareció que el ruido le llegó desde muy cerca. Demasiado cerca.
Se llevó enseguida la mano al bolsillo. La levantó abierta, mostrando las piedras. Le temblaba todo el cuerpo.
—¡Eh! ¡Maldito bicho! —gritó bien fuerte. Para que el monstruo le oyera, pero también para ahuyentar el miedo—. ¡Tengo las piedras! ¡Déjame pasar!
Mordreth había esperado que la magia hiciera que los guijarros brillaran en medio de aquella oscuridad, pero no era así. Supuso que, hasta que no dijera la palabra mágica que le había enseñado Sir Walfred, el poder de las piedras no estaba activo.
—¡No puedes hacerme daño! —le dejó bien claro al poblador de aquella caverna—. ¡Tengo las piedras!
El muchacho se adentró en las sombras del edificio, atento a todos los rincones.
Y entonces se dio cuenta de un detalle que no había advertido hasta ese momento. Aquella había sido la ciudad de los náldor, los seres que, según las leyendas, dominaban la magia a su voluntad. También según ellas, su final fue catalizado por el Göthgrork, un engendro que surgió de las profundidades del mundo y acabó con la vida en Gändorlin. Había visto que las leyendas eran algo más que sólo historias antiguas, pero… Si sus poderes no habían sido suficientes para acabar con el Göthgrork, qué le garantizaba a Mordreth que…
Algo se movió a su derecha.
El fraile se volteó nervioso. Adoptó una postura que le pareció defensiva, con el arma delante del pecho. Sus pupilas no sabían hacia dónde mirar. Las tinieblas bañaban toda la sala, y Mordreth fue incapaz de distinguir qué había causado el ruido.
Miró hacia el fondo de la estancia, donde una piedra incrustada en el techo iluminaba un objeto esférico que reposaba encima de un pedestal blanco. Encaminó sus pasos hacia él andando de lado, custodiando la negrura. Sujetaba las piedras bien altas, con fuerza.
Hasta que no estuvo cerca del objeto, Mordreth no se dio cuenta de que se trataba de una marmita. Estaba hecha de la plata más pura que el chico había visto nunca.
«El Elixir», sonrió el muchacho. Y se acercó aún más al caldero.
Se imaginó a su rey sentado de nuevo en el solio, mirándole con sus ojos azules y dándole las gracias por su gesta. Con la corona otra vez encima de su dorada cabellera, y la capa escarlata de sus ancestros sobre los hombros.
Mordreth alargó el cuello para contemplar el interior de la marmita.
Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que el recipiente estaba vacío.
Pero, aunque no lo que esperaba, si que encontró algo en el fondo de aquella olla de plata. Allí le devolvió la mirada el rostro de un joven de nariz aguileña y mentón prominente. Observó su pelo rubio, y sus profundos ojos del color del cielo. Reflejada en la brillante superficie encontró una verdad. Una certeza que Sir Walfred ya sabía.
La respiración agitada del monstruo sonó a sus espaldas, y Mordreth se giró. El Göthgrork salió de entre las sombras y, con su roja mirada clavada en el intruso, se acercó lentamente a él. El engendro parecía el fruto de la unión de una loba y un lagarto. Al contrario que su supuesto padre, era tan grande como un percherón de pura sangre. Chasqueó la cola contra la roca, y la pared se quebró.
Mordreth se dispuso a acercar las piedras a la cara de la bestia, pero entonces la lógica le golpeó con fuerza y rompió sus creencias en mil pedazos. A raíz de su verdad, se dio cuenta de que todo lo que le había dado esperanzas era mentira. El pánico aprovechó la ocasión para tomar el mando.
Las babas del Göthgrork llegaron al suelo. Hacía mucho tiempo que la quimera no comía algo fresco.
Los dedos del muchacho soltaron la espada del consejero, y ésta tintineó al chocar contra el empedrado. Las piedras siguieron al arma, y se desperdigaron por la sala.
El monstruo rugió, dispuesto a atacar. Mordreth lamentó no haberse dado cuenta, ya antes de entrar en la cueva, de que habían jugado con sus esperanzas.
El grito del muchacho resonó por toda la gruta.